La nieve

La llegada de la nieve nos hace recordar otros inviernos y otras edades. La nieve explica mejor que nada al niño que fuimos y al viejo que llegaremos a ser.
Antonio Boñar (@Antonio_Bonar)
antoniobonar@gmail.com

La nieve es ese milagro que apela al niño que fuimos con precisión estacional, un juguete frío y hermoso que pinta con brocha gorda los montes de nuestra infancia. Ver nevar es como ver un truco de magia deshaciéndose sobre el paisaje, con los blancos copos recortándose sobre el aire frío y quieto del invierno en su descenso atolondrado, como diminutas palomas salidas de la chistera del cielo. El vuelo caótico e imprevisible de los copos de nieve justifica la palabra entropía, es una danza ingenua que se reinventa con cada nuevo soplo del viento. Cuando nieva a todos se nos dibuja una sonrisa en la cara, la expresión perpleja y feliz del que asiste a un nuevo prodigio cada año. Y da igual que ya nos sepamos el truco, la capacidad de asombro sigue intacta, casi perfecta, como esa alfombra blanca que todavía no ha sido pisada por las mañanas. 

En el pueblo la gente se ha despertado estos días imbuida de una cierta y contenida alegría, una especie de íntima satisfacción al comprobar que la vida sigue su curso natural, una reafirmación casi atávica del sentido que da el lento transcurrir de las estaciones al inexorable paso del tiempo. Los más pequeños han salido a la plaza para lanzarse bolas de nieve los unos a los otros o para hacer algún muñeco con nariz de zanahoria. Y sus madres les siguen riñendo al llegar a casa empapados y hechos unos zorros después de rebozarse sobre la nieve. Mientras, a la hora del vino, los mayores cuentan mil historias sobre aquellas otras nevadas de antes. Aquello sí que eran nevadas de verdad, no como las de ahora, esas sí que prestaban, dicen. Y recuerdan aquel mes de enero de no sé que año en el que no paró de nevar durante dos semanas, en el que llegó a haber dos metros o más de nieve. O hablan de aquella otra vez en la que el pueblo se quedó incomunicado durante seis días. Hablan de cuando había que espalar nieve durante horas para poder llegar al bar, la farmacia o la iglesia. Y con una chaqueta de lana y unas buenas madreñas, nada de ropa térmica y todas esas pijadinas que tenéis ahora, exclaman ufanos antes de pedir otra ronda.

El manto de nieve que ha cubierto los montes y pueblos de nuestra provincia esta semana sirve por encima de todo para dar sentido al invierno. “Año de nieves, año de bienes”, dice el refranero popular, ese cajón de sastre que rebosa verdades como templos. Desde el principio de los tiempos todas las generaciones han aprendido de las anteriores que un año con mucha nieve traerá cosechas más abundantes. Si bien ahora los beneficios económicos vienen en forma de más turistas para nuestras estaciones de esquí o de reservas de agua que llenarán nuestros pantanos cuando comience el deshielo. Sea como sea, siempre hemos intuido que la nieve es sinónimo de prosperidad, que no es solo un regalo para soñadores y melancólicos, que también satisface a los más prosaicos o pragmáticos. Aunque nadie como los poetas para interpretar esta maravilla blanca, como en aquel encendido verso de nuestro casi paisano Ángel González: ”No fue un sueño, lo vi: la nieve ardía”.

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